martes, 16 de marzo de 2010

Castatrofe petrolera



Hace más de dos décadas que en el mundo se viene alertando sobre los enormes daños ecológicos y económicos provocados por accidentes de buques petroleros y la correlativa necesidad de acortarlos. Sin embargo, como lo demuestra el naufragio de la nave Prestige frente a las costas gallegas, siguen ocurriendo desastres sin que se tomen medidas apropiadas para impedirlos.

Tres años después de la catástrofe ecológica provocada por el hundimiento del petrolero Erika en las costas de Francia, el buque Prestige, de bandera de Bahamas, se accidentó frente a las costas de Galicia. La consecuencia inmediata fue el derrame de unas 20.000 de las 77.000 toneladas de combustible que transportaba.

Se denunció que la catástrofe provocó la muerte del 40% de 38 especies protegidas y ya significa una pérdida incalculable de la riqueza pesquera y marisquera de la región, amén de la muerte de aves y otras especies y de los daños colaterales ligados a la contaminación de la costa, especialmente en las zonas turísticas.

El caso recuerda el accidente ocurrido hace casi tres años en la costa bonaerense, frente a las localidades de Magdalena y Punta de Indio, cuando un barco carguero chocó a un buque petrolero de la empresa Shell. El hecho provocó cuantiosos daños ecológicos y económicos.

La magnitud del desastre de Galicia llevó a los dirigentes de la Unión Europea a declarar que es imprescindible la urgente puesta en marcha de un nuevo plan de seguridad marítima, que establezca las condiciones de los barcos y las normas de navegación, para evitar los accidentes.

Otro punto central es quién paga los millonarios costos por los daños y su reparación. Mientras en el caso europeo hay estipulados seguros y también se consideran subsidios especiales para las víctimas, en el caso argentino fue necesaria la intervención de la Justicia.

Un fallo de primera instancia, que fue apelado, acaba de condenar a la petrolera Shell a ejecutar las tareas de recomposición del medio ambiente afectado, por un valor estimado en 35 millones de dólares.

Más allá de cómo se resuelvan los detalles de estos casos, es indudable que la peligrosidad del transporte de sustancias contaminantes amerita exigir a quienes lucran con ellas el máximo cuidado y responsabilidad. Los Estados también deben asumir su parte en lo referido al control, la protección y la asistencia efectiva de los injustamente afectados.

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